“Viene la muerte luciendo mil llamativos colores”, dice la canción de Tomás Méndez.
Esa muerte colorida y burlona que en manos de los artífices mexicanos, cobra actualidad en las celebraciones de los Santos Difuntos.
Esquelética figura que se encuentra vinculada con la vida, pasión y muerte del mexicano y que se le representa muy colorida en las festividades de noviembre.
La muerte como objeto de uso cotidiano entre los mexicanos, ha sido llevada a todos los terrenos, desde lo picaresco hasta lo surrealista, según afirmaba André Bretón.
Pero, donde la encontramos más íntimamente vinculada a la cultura popular, es en la música y la literatura. Tal es el caso de la fiesta dedicada a los angelitos; también, en los velorios de niños donde sus notas imprimen al ambiente una atmósfera de severa religiosidad.
Estos sones de difuntos, de evidente influencia proveniente del minuet y que después se denominaron vinuetes o viñuetes, con el paso del tiempo han pasado a formar parte del repertorio funerario en distintas zonas de la República Mexicana. Un ejemplo lo constituye el “Son del Angelito”, que contiene una gran influencia de la música veracruzana, donde también es usada con los mismos fines, solo que apegada al temperamento de la gente de dicho estado.
La costumbre de asociar la música con los velorios o con las festividades del día de muertos, es una práctica que data de los días de los primeros pobladores Olmecas y Teotihuacanos en el Altiplano y en los Litorales, respectivamente.
Esto responde a que dichos pueblos eran poseedores de un elevado concepto místico-mágico, sobre la vida y la muerte, mismo que se llegó a manifestar en los ofrecimientos y ofrendas dedicados a sus deidades principales, como Coatlicue. Además del conocimiento sobre el viaje que la muerte representaba hacia el paraíso, lugar donde el cuerpo descansaría y solo se le proporcionarían los placeres destinados a los dioses. A este lugar, entre los nahoas, se le designaba como “Tlallocan” y estaba exento de cualquier pasión terrenal, insana y mezquina.
Por ello, el acto de la muerte era ampliamente festejado; celebración que se efectuaba con la exposición de odas y poemas, y las notas de la música funeraria tradicional de los pueblos precolombinos.
Después de la conquista española, los pueblos indígenas ante el contacto de la religión católica, sufrieron cambios radicales en cuanto a sus celebraciones funerarias. La presencia de la fiesta de los Fieles Difuntos entre los pueblos sometidos, causó un importante cambio en relación con el culto y la ofrenda de la muerte. Sin embargo, la asociación o mestizaje trajo una sensible renovación que se llevó hasta los terrenos de la música y la literatura.
Un ejemplo tradicional de dicho cambio, lo observamos en la liturgia surgida de los dos contactos: el indígena y el español, sobre todo en Mixquic, un barrio de la Ciudad de México. A este lugar, los lugareños lo han asociado con la muerte, desde tiempos muy remotos. Por ello, las costumbres, durante los primeros días de noviembre, giran en torno al viaje al más allá.
Después de pasear un ataúd que lleva dentro un esqueleto de cartón, rodeado de cirios y de plañideras, tocan al azar en cualquier domicilio para recibir obsequios que guardan en un costal; una vez otorgados los regalos, se hincan, rezan y después cantan una tonadita que dice así:
“…A las animas benditas les perdonamos las velitas/ ¡campanero mi tamal!/ todo lo que hay en la mesa/ yo me como bueno y sano/ no me hace mal…”
El “poeta de las cosas reales”, Jaime Sabines, escribió:
“…Te enterramos ayer/ ayer te enterramos/ te echamos tierra ayer/ quedaste en la tierra ayer/ estas rodeado de tierra desde ayer/ arriba y abajo y a los lados por tus pies y por tu cabeza esta la tierra desde ayer/ te metimos en la tierra/ te tapamos con tierra ayer/ perteneces a la tierra desde ayer/ ayer te enterramos en la tierra/ ayer…”
Tan profundamente arraigado se encuentra entre los mexicanos el concepto de la muerte, que desde principios del siglo pasado se han escrito temas musicales, aludiéndola sin cesar.
Por ejemplo: “El muerto murió” canción picaresca de origen jalisciense; “La enlutada” originada en Mazatlán Sinaloa, hacia 1850; “Saucillo del cementerio” procedente de la Hacienda de Cerritos, Guanajuato, que se cantaba desde 1880; “Tristísimo panteón” surgida entre 1790 o 1892, que lo mismo era conocida en Jalisco, Puebla y Aguascalientes; “Horas de luto”, pieza que también fue ampliamente conocida en distintos lugares de México, y “Tumba de muerte”, que fue muy conocida hasta 1920.
De la misma manera en que el mexicano ha adoptado a la muerte como una expresión de rechazo a la vida, también ha sabido darle otras aplicaciones más emocionales, utilizándola como vehículo de contacto con los seres amados que han emprendido el viaje sin retorno. Esta intimidad se logra con los elementos de la música y la literatura, mismos que se hacen presentes en los momentos mismos en que el alma parte a lo desconocido.
En Oaxaca, por ejemplo, los difuntos son enterrados al compás melancólico de la música de viento o de la marimba.
En Veracruz, el carácter alegre, jocoso y bullanguero de los jarochos, despide a sus deudos con la alegre melodía de los sones y fandanguitos, haciendo intervenir -además- la explosión estentórea de los cohetes, que son lanzados al espacio, como intentando anunciar que el alma del difunto hacia el cielo se dirige.
De modo que para el veracruzano, hasta la muerte es alegría. Ya lo dijo en un conocido son jarocho: “Para rezar el rosario/ mi hermano que se murió/ ese sí era santulario/ no un pícaro como yo…”
En México, la gran fiesta en honor a la muerte se inicia el primero de noviembre en honor a los “angelitos” o niños difuntos. El siguiente día es dedicado a recordar a los “mayores”, a los que no fueron al limbo.
Estos días, desde la víspera, en casi todas las casas mexicanas del altiplano, el olor a incienso mezclado con los exquisitos olores de las guayabas, las naranjas, las hojaldras (pan de muerto), y la calabaza en “tacha” o “cuachalalate”, impregnan el espíritu del misticismo y recogimiento, pero a la vez alegran el corazón, con la certeza de que nuestros seres amados que se fueron, ahí están. Ellos regresan a disfrutar del color morado y solferino; del amarillo estridente de la flor de Cempasúchil, del papel picado que ondea el viento, y de la música ¿por qué no?, si la vida es alegría y con ella hay que alegrar también la muerte.
(Texto y fotografía: Pablo Dueñas)