LA MÚSICA POPULAR EN LA REVOLUCION MEXICANA
La llegada del “Cometa Halley”, agorero, señalaba muchos cambios en todo el planeta, especialmente para un México que se movía en un ambiente de franca efervescencia política.
La publicación del libro “La sucesión presidencial”, escrito por don Francisco I. Madero, había levantado ámpula entre los mexicanos, todos deseosos de ver poner “pies en polvorosa” al héroe del 2 de abril, el general Porfirio Díaz. Todo este ambiente resultaba lógico, debido a que la dictadura paternalista resultaba hasta esos momentos, insostenible.
Y aun así, con todo ese gran movimiento antireeleccionista, la nación entera buscaba cualquier forma de hacerse más placentera la convivencia. Sonaba fuerte ya, en todos los ámbitos, el vals romántico por excelencia del compositor guanajuatense Juventino Rosas, el inmortal “Sobre las olas”, así como “En alta mar”, otro vals laureado en Europa, mientras su autor Abundio Martínez vivía en la miseria.
Para hacer más llevadera la presencia de la Revolución, en muchos lugares de la provincia mexicana no faltaban las verbenas y las fiestas rumbosas, donde la algarabía era secundada por las bandas pueblerinas, y los conjuntos de alientos y cuerdas, sin dejar a un lado el tradicional salterio.
Año: 1910, mes: noviembre, hora: cualquiera de esas frías madrugadas, ciudad: la Puebla de los Ángeles, la Roma de América, así llamada por sus amuralladas casonas, y por sus múltiples y policromas cúpulas y arcos de medio punto. Sobrenombre también ganado por librepensadores, como los hermanos Serdán, mismos que el 18 de noviembre iniciaron la Revolución Mexicana.
Y, con ella, el apogeo del corrido revolucionario y la canción romántica del campo de batalla. Canciones que lo mismo loaron al caudillo, al héroe anónimo, a los fieles caballos y principalmente a las mujeres de la revolución: las soldaderas, hembras que hicieron del rebozo, paño de lágrimas, palio, bandera y sobre todo, venda curandera del dolor producido por la guerra, daño perpetrado a sus Juanes revolucionarios.
El rebozo también formó parte del romanticismo revolucionario; idílico confidente, cuna que en el fragor de la batalla vio nacer al vástago. Rebozo que en la contienda sirvió de mortaja; rebozo mexicano al que cantó el más sublime de los poetas poblanos, don Gregorio de Gante.
“…Rebozo que visitas los salones entre pieles y abrigos y mantones/ insurrecto rebozo de bolita/ que arropaste el amor de la norteña, de la Valentina y la Adelita/ rebozo popular que en las verbenas te olvidaste de las penas y eres entre la algarabía/ banderín de los gozos y estandarte triunfal de la alegría/ bien vales un mariachi michoacano,/ unas madrugadoras mañanitas,/ una dulce valona del bajío,/ un huapango febril veracruzano y un jocundo jarabe tapatío…”
La Revolución montó su brioso corcel, recorriendo el amplio territorio nacional, entre las notas de “La marcha dragona” y los clarinazos cuarteleros de la “Diana”, pero también al ritmo cadencioso de las arrebatadas, alegres o tristonas canciones amorosas, y los corridos como aquellos que sabía hacer el juglar de la revolución, don Samuel Margarito Lozano.
Con el “rodar de la bola”, todas estas canciones fueron pasando de boca en boca, por tradición oral; algunas ya eran del dominio popular desde hacía algún tiempo. Tal es el caso de “La Marieta” misma que desde principios del siglo había llegado en la carpeta musical de algún filarmónico europeo viajando desde ultramar en un pesado vapor francés.
La forma literaria utilizada en las canciones de la Revolución (corridos y piezas románticas), resulta pletórica de giros totalmente regionales y plena de pintoresquismo. Descripciones que substituían la carencia de elementos difusores y que por lo mismo se diseñaban en forma de relato, para después ser esparcidas en forma oral.
Los únicos vehículos para su popularización, fueron indiscutiblemente los continuos desplazamientos de las tropas revolucionarias y los viajes trashumantes de los trovadores o “juglares” que caminaban por todas las veredas de México, siempre con su guitarra bajo el brazo.
Estas voces de la Revolución, al llegar a las poblaciones y rancherías, se apropiaban de los atrios y los mercados para narrar las sonadas hazañas de los caudillos y las mujeres valerosas, como la Valentina, la Adelita, la Jesuita o la incógnita rielera que al lado de su “Juan”, supo de la lucha en carne propia, viajando en los techos de los carros y furgones del ferrocarril sin emitir ninguna queja.
Las canciones nacidas bajo el fuego de la metralla y en los vivacs, siempre se apegaron al estricto sentido romántico que requieren los cánones de lo sentimental: ”si Adelita quisiera ser mi novia”, “dame un abrazo y un besito, prenda amada”, “por tus amores, trigueña hermosa, yo he sufrido”. Estas coplillas describían el amor espontáneo y sublime que las arrojadas soldaderas despertaban entre los juanes.
En cambio, en las ciudades y en las grandes concentraciones urbanas de la República Mexicana, al abrigo de las ráfagas y la metralla de los fusiles “máusser” y las baterías alemanas Mondragón, muchas de las familias burguesas se entregaban al hastío de la tarde, para escuchar en el reluciente fonógrafo “del perrito que escucha la voz del amo”, las canciones sentimentales de moda. Piezas que de ningún modo supieron de la lucha en las trincheras, de los aguerridos sureños de Zapata, de los “carranclanes” o de los fieles dorados de Pancho Villa. Valses afrancesados como “Tristes Jardines” o “Alejandra”; notas que jamás pisaron la línea de combate, pero que de algún modo amenazaron la tertulia de los estados mayores de tal o cual división del ejército del pueblo.
Cuando menos lo sentía la población de la Ciudad de México, era brutalmente conmovida por la presencia de los carrancistas, militares de “caqui” y sombrero tejano, diferentes en mucho a los llamados “sombrerudos” de Zapata. Sin embargo, todos ellos tenían en común la empresa de la Revolución. Derecho que les permitía divertirse por igual; visitas a lugares non sanctos, bailongos en los sitios públicos amenizados por la banda de don Velino M. Preza, a la consabida velada en algún teatro donde Maria Conesa, “La gatita blanca” deleitaba a la “revolucionaria concurrencia” con los cuplés de moda, o con alguna canción alusiva al general Villa, a Zapata, o al temido Genovevo de la O.
Y fue en el Teatro Principal, donde nació un mes de septiembre de 1913, la canción de la época revolucionaria, quizás la más representativa que habla del sentimiento amoroso hacia la mujer mexicana: “Ojos tapatíos”, escuchada como río sonoro por los rudos oídos de los militares revolucionarios y por los expertos tímpanos de los tandófilos de todas las noches revisteriles del Principal: “No hay ojos más lindos en la tierra mía”. La canción “Ojos tapatíos” nació como parte de la obra “Las musas del país” donde José F. Elizondo y Fernando Méndez, obsequiaron a la concurrencia con su estupenda creación musical. De esta manera, la música y el teatro manifestaron su presencia en los momentos críticos del movimiento armado de 1910. (Texto de Pablo Dueñas)