Cecilia Kühne
Si Jorge Ibargüengoitia, escritor favorito de muchos, estuviera vivo estaría celebrando 92 años. Quizá nos podría contar de viva voz su origen y pasado, y no sólo aquello que decía siempre: que había crecido entre mujeres que lo adoraban. Habremos de conformarnos, pues, con sus confesiones de puño y letra:
“Nací en 1928, el 22 de enero, en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras.
Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y se quedó ahí. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir a la capital, cuando tenía siete, mi abuelo, el otro hombre que había en la casa, falleció de manera inesperada.”
Las mujeres que lo adoraban, relataría Ibargüengoitia: “querían que fuera ingeniero, habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión ‘lo que nosotros hubiéramos querido’, decían, es que fueras ingeniero, más tarde se acostumbraron”.
Grandes escritores, es cierto, cambiaron el cálculo por la pluma, extraordinarios como Fedor Dostoievski, irreverentes como Boris Vian, glorias nacionales como Vicente Leñero. Pero él, Jorge Ibargüengoitia, había pensado dedicar su vida al estudio y práctica de la ingeniería y estaba convencido de que la vida real eran los puentes y los caminos vecinales. Hasta que se encandiló con la literatura y tomó otros caminos. Los que acabaron llevándolo de la Facultad de ingeniería de la UNAM a la de Filosofía y Letras, en Mascarones.
Aquellas mujeres –que lo adoraban- no lo sabían pero Ibargüengoitia, muchas veces reducido a “escritor humorístico” o dramaturgo frustrado, hizo lo correcto cambiando los números por las letras. Fue una de las decisiones más afortunadas para él, sus lectores y la literatura mexicana. Gracias a su pluma existen Dos crímenes, una de las tres novelas policíacas mexicanas; Los pasos de López, que sin confundir lo grandioso con lo grandote hablaba de los héroes que nos dieron patria; Las muertas, al estilo de Leñero; Maten al león, El atentado y Los relámpagos de agosto, revoluciones literarias que hablaban de otras revoluciones.
Sin embargo, su primera pasión y su primer fracaso como escritor fue el teatro. Y con Rodolfo Usigli, Sergio Magaña y Luisa Josefina Hernández – que florecerían como dramaturgos y teatreros- Ibargüengoitia aprendería de sus limitaciones, dejaría de tomarse en serio a sí mismo y comenzaría a escribir seriamente. Se convirtió en un narrador con alto sentido crítico y derramó un humor delicioso en sus cuentos, novelas y artículos periodísticos, muchos con un sarcasmo fino pero feroz. A veces, recordaba cómo lo describió Usigli cuando le mostró su primera obra de teatro, que había sido un examen: “tiene facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con gente del teatro”. Y con tal sustento académico justificó su abandono de las tablas y se puso “a vivir del cuento”.
Si no hubiera sido por el accidente que le quitó la vida, trágico y absurdo como todos los avionazos, Ibargüengoitia nos habría redactado unas nuevas Instrucciones para vivir en México, regalado la novela en la que estaba trabajando, que se llamaría tentativamente Isabel Cantaba, y definitivamente muchas de sus columnas semanales.
Jorge Ibargüengoitia sabía que no puede contarse la historia nacional a través de una enchilada, aunque pocas cosas describen mejor a México que su comida; que una característica de los mexicanos es confundir lo grandioso con lo grandote y que los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Pero también alguna vez escribió: “La verdad es que mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento”.