Texto Cecilia Kühne
El 23 de junio de 1818 nació en San Miguel de Allende, Guanajuato, Ignacio Ramírez, mejor conocido como “El Nigromante”. Maestro antes que nada, pensador sobre todo, escritor de vocación y político por convicción fue un hombre de gran inteligencia. Sus libros demuestran la variedad de su sapiencia: La lluvia de azogue, Observaciones de meteorología marina, Lecciones de literatura, Economía y política y Salario y trabajo son sólo algunos de los más destacados. Su labor periodística también era constante: fundó en la ciudad de México el diario Don Simplicio, que con adecuada jiribilla pretendía promover una reforma política, religiosa y económica. Como miembro de la Academia de Letrán exponía en de manera clara y apasionada ideas liberales, incendiarias para la época. Figura influyente entre los escritores y pensadores jóvenes, fue determinante en la formación de figuras como Guillermo Prieto e Ignacio Manuel Altamirano. Este último, de hecho, se convirtió en su biógrafo. Su trabajo periodístico ininterrumpido arrojó artículos de ideas reformistas, profundos ensayos, publicaciones científicas y literarias y teorías políticas y económicas, por las cuales fue encarcelado numerosas veces. Sin embargo, la anécdota de cómo adquirió su sobrenombre, es determinante y una de las más notables de su vida.
Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, con una lógica que desarma, que un nigromante es aquel que practica la nigromancia una actividad que la religión condena. La definición de tal actividad ya no es tan oscura, aunque el significado tenga mucho que ver con el color negro, quiere decir: “práctica supersticiosa que pretende adivinar el futuro invocando a los muertos” o bien “magia negra o diabólica”. Sin embargo el sentido de la palabra poco tenía que ver con la realidad y las actividades de Ignacio Ramírez.
Escribió Altamirano que cuando Ignacio Ramírez ingresó a la Academia tuvo que decir un discurso en público y ante varios notables. Al finalizar “aquellas cabezas cubiertas de canas y de lauros se levantaron con asombro, fijándose todas las miradas con avidez en el joven orador, que acababa de lanzar en aquel santuario de la ciencia un pensamiento que fulminaba las creencias y los dioses. La tesis de Ignacio Ramírez versaba sobre este principio: No hay Dios; los seres de la Naturaleza se sostienen por sí mismos”
El estupor fue increíble y el escándalo todavía peor Pero sus seguidores explicaron que su disertación era una teoría enteramente nueva, fundada en los principios más severos de las ciencias exactas y deducía una serie inflexible de verdades: “que la materia era indestructible, y por consiguiente eterna y que en ese sistema, podía suprimirse, por tanto, un Dios creador y conservador.”
Se desató el escándalo, le llamaron de todo, se santiguaron en su presencia y muchos se apartaron. Sin embargo su espíritu liberal e ilustrado, el haber sido maestro de muchos maestros y el haber escrito tanto que no pudiera condensarse ni en 20 tomos, también provocaron que se dijera usaba la sabiduría como la luz de una antorcha que, como un hechizo mágicamente lo transformaba todo.Por ello le llamaron “El Nigromante”.
El mismo Guillermo Prieto se burlaba de los detractores de Ramírez. Tanto que escribió un día: “Yo para hablar de Ignacio Ramírez necesito purificar mis labios, sacudir de mi sandalia el polvo de la Musa Callejera, y levantar mi espíritu a las alturas de los que conservan vivos los esplendores de Dios, los astros y los genios”
Años más tarde, en una magnífica carta dirigida a Ignacio Manuel Altamirano Ignacio Ramírez volvería sobre el tema citando un poema de Voltaire:
Yo quise ¡Oh Dios!, contemplarte
Y en mi corazón te vi;
Si tu imagen no está aquí
No existe en ninguna parte
Cuán mutilado en el arte
de los teólogos te veo
Solo llena mi deseo
la sabia naturaleza
Reflejo de tu grandeza:
porque te siento te creo.