Cecilia Kühne
…el pueblo mexicano tiene hambre y sed de justicia… todo aquel que tenga el honor de disponer de una pluma, de una tribuna o de una cátedra, tiene la obligación de consultar la salud de la sociedad en que vive; y yo cumpliendo con este deber, en esta sociedad que tiene en su base una masa pasiva, que tiene en su cima un grupo de ambiciosos y de inquietos en el bueno y en el mal sentido de la palabra, he creído que podría resumirse su mal íntimo en estas palabras tomadas del predicador de la montaña hambre y sed de justicia… la maravillosa máquina preparada con tantos años de labor y de lágrimas y de sacrificios, si ha podido producir el progreso, no ha podido producir la felicidad… Pertenezco señores, a un grupo que no sabe, que no puede, que no debe eludir responsabilidades…
Justo Sierra. Intervención en la Cámara de Diputados, 12 de diciembre de 1893
Más allá de su augusta figura -literal y metafóricamente hablando-, de su bien ganada fama como educador, político, maestro, científico y fundador de la Universidad, Justo Sierra era un hombre sensible, inteligente y profundamente preocupado por decir la mejor palabra, escribir muy buenas letras y procurar el futuro más luminoso para su país.
Nacido el 26 de enero de 1848 en la ciudad de San Francisco de Campeche, que todavía en ese momento formaba parte del estado y obispado de Yucatán, fue bautizado en la Santa Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Concepción, que con la división de la península se convertiría en la Catedral de Campeche.
Por genealogía y costumbre, de familia y disciplina venían todos sus talentos e intereses. Su padre fue Justo Sierra O’Reilly, pionero de la novela histórica y autor de obras como La hija del judío, director de bibliotecas y periódicos y polémico actor político en los asuntos de la península de Yucatán. Su madre, doña Concepción Méndez Ibarra, fue hija de Santiago Méndez, federalista y varias veces gobernador del estado de Yucatán. (Cuentan que con divertida malevolencia, sus enemigos solían decir que don Justo “no se había casado con Conchita Méndez sino con la hija del gobernador”).
Justo Sierra tuvo cinco hermanos -María Concepción, María de Jesús, Santiago y Manuel José- y una infancia feliz llena de libros, juegos y concursos de composición y lectura. Sin embargo en el año de 1857, con apenas nueve años fue testigo de un violento ataque del movimiento independentista campechano en el que la casa, el jardín y la biblioteca familiar fueron destruidos. Tal violencia obligó a la familia a abandonar Campeche para buscar refugio en Mérida. Fue ahí donde comenzó a estudiar, primero en el Liceo Científico y Comercial, dirigido por Honorato Ignacio Magaloni y después cursando estudios superiores en la Ciudad de México. Obtuvo el título de abogado en el Colegio de San Ildefonso en 1871, empezó a destacar como jurisconsulto y luego se incorporó a los círculos literarios de su época, en la que se multiplicaban las tertulias, las más famosas las organizadas por Ignacio Manuel Altamirano.
Sus primeros ensayos se dieron a conocer hacia 1888 y su pluma no se detenía. Colaboró en el periódico El Renacimiento, donde publicó por entregas la novela El ángel del porvenir, pero también participó en muchos otros diarios de la capital. Fue así como sus famosas “Conversaciones del domingo”, que aparecían en El Monitor Republicano, fueron el antecedente de una de sus obras más importantes: Cuentos románticos. Después seguirían poemas, artículos, discursos y estudios sobre Historia, tanto de México, como del mundo. Quizá, su libro más trascendental es Juárez, su obra y su tiempo. Una compendio magnífico de la ideología y los valores del liberalismo encarnados en Benito Juárez y también un relato dramático del vía crucis recorrido por la República en su enfrentamiento con los intereses conservadores y del Segundo Imperio (“Juárez que hoy es nuestro orgullo, mañana será nuestra enseña”, dicen que comentaba Sierra cuando sólo tenía diecinueve años).
Escritor profundo de un sinnúmero de obras, magistrado, maestro y congresista propugnó por una escuela para todos, laica y gratuita. Quizá por eso su frase más célebre, a 168 años del nacimiento de Justo Sierra Méndez, el Maestro de América, todavía es verdadera y válida: La grandeza de un pueblo se mide en su educación.