Por: Marisa Conde.
Los poemas de Sabines recorren paso a paso
los laberintos y nos llevan de la mano para
desembocar cada vez en un nuevo asombro…
–Mónica Mansour
El 25 de marzo de 1926 nació en Tuxtla Gutiérrez, el “Francotirador de la literatura”, Jaime Sabines; a quien Octavio Paz, a pesar de no ser precisamente grandes amigos, describió como “uno de los mejores poetas contemporáneos de nuestra lengua (…) una voz inconfundible”. Hijo del Mayor Sabines y Doña Luz, vivió su infancia maravillado por las historias que le contaba su padre antes de dormir. Viajó a la Ciudad de México y estudió dos años medicina, para complacer a sus padres descubriendo, algo frustrado y para nuestra suerte, que un poeta no cabe en la Escuela de Medicina. Pero el Mayor Sabines le respondió al escuchar su temida confesión de no querer dedicar su vida a la Medicina: “¿Y quién te dijo que estudiaras medicina?”
Así que volvió a la Ciudad a estudiar Filosofía y Letras, en donde conoció a escritores como Emilio Carballido, Juan Rulfo, Juan José Arreola y a su querida paisana Rosario Castellanos, entre otros. Por esos años nace “Horal”, libro en el que nace la voz poética que lo distingue a lo largo de su obra, y en el que nos regala uno de sus más grandes poemas: “Los Amorosos”. Con este primer poemario, Sabines comienza a narrarnos su vida.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.
Aplaudido por la crítica literaria, escribe casi en seguida su segundo libro, “La Señal”. En cada verso, el poeta nos cuenta sus pesares, sus alegrías, sus duelos, sus críticas, romances y amaneceres.
La cojita está embarazada
ahorita está en su balcón
y yo creo que se alegra
cantándose una canción:
«cojita del pie derecho
y también del corazón».
Debido a un accidente de su padre, abandona la carrera y regresa a Chiapas para quedarse. Se casa con su compañera de vida Chepita en mayo del 53. Trabajaba en la tienda de telas de su hermano y, sin abandonar sus básicas reuniones con ron y escritores, nació “Tarumba”, un poema que escribe molesto por la monotonía de su actividad diaria. Dice en una entrevista: Me sentía humillado y ofendido por la vida; ¿cómo era posible que estuviese en aquella actividad, la más antipoética del mundo? Después de dos o tres años comencé a ser humilde, a decirme: ‘que se vaya al carajo el poeta’.
Yo me quejo, Tarumba, de estar sirviendo a la poesía y al diablo.
Y a veces soy como mi hijo, que se orina en la cama,
y no puede moverse, y llora.
Viene la muerte de su padre y con ella, un Sabines inmerso en dolor, del que surge: “Algo sobre la muerte del mayor Sabines (Primera parte)” y después de tres años de no tocar la pluma, se despide de un doloroso encuentro con la muerte, con la segunda parte del poema. Considerado por muchos, incluyéndolo, su obra cumbre. “Es un poema que refleja la soledad del ser humano en su conciencia”, describe Alí Chumacero.
Enterramos tu traje,
tus zapatos, el cáncer;
no podrás morir.
Tu silencio enterramos.
Tu cuerpo con candados.
Tus canas finas,
tu dolor clausurado.
No podrás morir.
Dos años y medio después, muere su madre y escribe el poema “Doña Luz”: “Yo le quería dar un ramo de rosas a Doña Luz con el poema”.
No somos nada, nadie, madre.
Es inútil vivir
pero es más inútil morir.
Sus escritos se basaron en su presencia en diversos lugares cotidianos como la calle, hospitales, patios, calles… Tuvo y tiene, un especial éxito dentro de la juventud latinoamericana que hasta hoy (17 años después de su muerte) lo aplaude, lo adopta, lo escucha y declama.
Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta. ¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila.
A 93 años de su natalicio, su presencia sigue manifestándose con la misma fuerza. Basta escucharlo hablar en los invaluables acervos que nos dejan algunas entrevistas, momentos, frases rescatadas; para entender que más que poeta, siempre fue un peatón que iba por cualquier calle caminando, platicando, emanando poesía… Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.