Texto Cecilia Kühne
Conocido por pocos, reconocido por algunos estudiosos de la literatura mexicana de mediados del siglo XX e idolatrado por los adoradores de El complot mongol, Rafael Bernal ha resurgido por muchas válidas razones: el centenario de su nacimiento- que se cumplió el pasado 28 de junio-, la soledad literaria de cada cambio de estación, y la urgencia de encontrar otro libro favorito de una autor que acabamos de redescubrir. Esta vez estamos de suerte. La novela Su nombre era muerte de Rafael Bernal acaba de presentar una nueva edición.
Para los que ya conocían la obra de Bernal –y sabían que la vida no se trata solamente de complots- es una buena noticia. No solamente porque se trata de un texto insólito y emocionante sino porque revela una faceta que lo llevó a ser considerado como un libro pionero de la ciencia ficción mexicana. Es una fortuna, por lo tanto, que el prólogo de esta nueva edición de la editorial JUS sea de Alberto Chimal porque nos aclara varias cosas. Y sabemos de su inteligencia y que es un lector confiable.
Bernal, escritor que nos habló del mar y de la tierra, de la ciudad y de la selva, en Su nombre era Muerte todo lo trasciende. Porque habla de los más deleznables y molestos seres de la creación: los mosquitos.
Guerreros terroríficos, anhelantes de cobrar su cuota de sangre, habitantes de la noche y habitación de enfermedades que suben la temperatura, astillan las articulaciones, provocan vómito negro y al final te matan, los mosquitos resultaron un gran tema para la pluma de Bernal. Sin concesión alguna, sin llantos ecológicos, sin cursilerías para los animalitos que también son hijos de Dios, sin lamentaciones ni chantajes. Su nombre era Muerte comienza narrando los horrores de redención de un hombre –protagonista que nunca sabemos cómo se llama- a punto de tocar el fondo más bajo de un infierno etílico. En la selva chiapaneca, muy próximo a la muerte, habla de la soberbia que ha cultivado toda la vida y lo ha perdido irremediablemente. Cobijado por un pueblo chamula, misántropo a morir, comienza a notar lo molesta que resulta la existencia de los moscos. Primero se vuelve un experto asesino de aquellos insectos. Después en un muy atento observador de sus costumbres. Luego es el más dedicado escucha. Experimenta, apunta y es paciente. Y al final, descifra –y luego domina, el lenguaje de los moscos.
Nuestro personaje escribe:
“Me dediqué en cuerpo y alma a catalogar los sonidos que escuchaba en las noches, anotando la ocasión en que habían sido emitidos y lo que yo suponía pudiera significar. Para anotar los zumbidos desarrollé un sistema donde incluía las intermitencias, lo agudo o lo grave del sonido, lo prolongado de los intervalos y la nota musical en la que se emitían. Pronto vi, en lo que se refiere a las notas que los moscos usan semitonos de la escala, así que en cada tono hay doce sonidos más o menos agudos. (…) Claro está que el tono de los sonidos no es exactamente igual al de los hombres pero tiene una gran semejanza y se puede uno guiar por ello. (…) Observé que había un cierto sonido, en Mi en voz de bajo repetido dos veces, con una breve intermitencia. (…) Pude darme cuenta que al producirlo un mosco acudían otros, de lo que deduje se trataba de un llamado”
Sus investigaciones llegan lejos. Logra fabricar un instrumento de viento que repite los sonidos de los moscos y le sirve para comunicarse con ellos. Averigua los motivos, la organización y las intenciones de todos los mosquitos que existen en el mundo todo. Se entera que los moscos odian a los hombres y quieren destruirlos y paradójicamente, llega a imaginar que, con la ayuda de los insectos él será quien domine al mundo. Sin embargo, sus planes cambian a la llegada de unos expedicionarios y del amor, que lo atrapa por causa de una mujer que forma parte de ellos. Reflexiona sobre su vida, la humanidad y sobre dios. Pero al final, y como debía de ser, todos corren la suerte que les toca: los expedicionarios, su amada, sus enemigos y él siempre bajo una nube de mosquitos.
No obstante en Su nombre era Muerte, existe cierta esperanza: que nuestro protagonista haya sembrado la semilla de la destrucción en la sociedad de los moscos, integrada por castas inamovibles, y que la humanidad haya logrado entender “el concepto cristiano de la igualdad de todos los seres ante el Ser Supremo y vivir en consecuencia con tal idea en este mundo”.
¿Será éste el principio de la ciencia ficción mexicana?
Como en todos los buenos libros, el lector tiene la última palabra. Y también la primera sensación.









