“Cuando he preguntado su edad, me ha respondido que al ocurrir el cólera del 83, era ya grandecita. Con este dato he deducido su edad. Si en 1883 tenía cinco años, que es cuando ya se puede tener memoria, ahora irá teniendo sesenta años.
Ella fue la primera hija de dos que tuvo Bárbara Pineda, mi abuela. La segunda se llamó Severina y murió muy joven…
Mi madre heredó el cariño de Severina, esto es, la quería dos veces. He oído decir que fue, durante su primera juventud, la más bonita mujer de Juchitán. Era, dicen, como la flor del pueblo. Hace algunos años, por diversión, le pregunté con qué sustituía la pintura de labios y el polvo cuando fue señorita. Y me respondió: yo no tuve necesidad de esas cosas. Y creo que ello fue cierto…
Lo que un día dije de las tehuanas y juchitecas que caminaban en verso, que su andar era la poesía del movimiento, me lo sugirió ella…
Vistió de niña con esa indumentaria que ahora sólo usan las ancianas o las mujeres muy primitivas. En rigor es el traje más auténticamente zapoteca, Los idolitos zapotecas lo atestiguan. Debió ser una fiesta ver en cuerpo niño, traje antiguo. Pasó su niñez en el rancho. Cantos de aves, flores silvestres, debieron darle la primera lección de belleza y de amor. Y el mar que en todo ha de estar presente, la primera lección de infinito…
Asistió nueve meses a la escuela y aprendió a leer. Casada, con la ayuda de mi padre, mejoró sus conocimientos y supo escribir un poco y hacer números, aunque nunca se valió de eso. Las cartas se las escribimos siempre nosotros y en cuanto a las cuentas las hacía –ahora ya no tiene nada que contar- con granos de maíz, frijol o garbanzos, con una rapidez y exactitud sorprendentes, ni más ni menos que los chinos con su ábaco. Muchas veces yo con el lápiz, ella con sus granos, me ha ganado haciendo cuentas…
Después ha olvidado los números, la escritura y también, un poco, la lectura. Con frecuencia la he encontrado en una labor dolorosa, intentando descifrar mis artículos. Uno, principalmente, lo ha leído varias veces, no obstante que gente de la casa se lo leyeron cuando apareció publicado. Pero ella quiso, por propio esfuerzo, leerlo, como si aquello perdiera su sentido si sus ojos, si su pequeña sabiduría, no lo descifraran por ellos mismos…
Lejos de sus hijos, vive en Ixhuatlán, y de cuando en cuando pasa temporadas en Juchitán y en México. Y hasta hoy, cuando la mañana apenas se anuncia, se levanta, toma su escoba y barre la casa, riega su jardín, adereza su desayuno, y siempre con la cabeza erguida pasa por las calles del pueblo. Cuando le preguntan por mi responde, como poniendo en duda el tamaño del mundo, que estoy en un lugar que nombran Berkeley, Chicago, Nueva Orléans. Y agrega: ¡Al saber si es verdad que existen esos lugares! “