Por Sonia Yáñez
La cocina tradicional mexicana tiene como protagonistas las manos de mujeres que aprendieron de sus abuelas o madres la preparación de comida para alimentar a sus familias. Con el tiempo su sazón las ha llevado a recorrer distintos caminos, no solo en otros estados, incluso fuera del país.
En el pasado Foro Mundial de la Gastronomía Mexicana, que se llevó a cabo del 5 al 8 de octubre en el CENART, en la conferencia “Yo, cocinera tradicional”, cinco mujeres de diferentes estados de la República nos hablaron sobre su primer contacto con la cocina y lo que ha significado para ellas llevar el título de cocineras tradicionales.
Gina, de Mérida, comenzó a cocinar a los 12 años con sus abuelos. De ellos aprendió la forma de preparar la cochinita, que comienza con el modo de lavar la carne, enterrarla para su cocción, ponerle el recado rojo (achiote con naranja agria) y esperar a que la leña la impregne de sabor. De su hermano aprendió cómo cocinar el relleno negro, seleccionando el chile de árbol que se tuesta en el fuego de la leña para que tenga un color negro y así molerlo en el molino de mano.
En su casa, ella cocinaba entre semana para su esposo y sus hijos, pero los fines de semana era su marido quien tomaba el mando en la cocina.
Juana Pérez Hernández, originaria Zinacantán, Chiapas, platicó que a los 6 años comenzó a hacer tortillas en el comal de leña y aprendió a cocer el nixtamal. A los 11 ya sabía hacer la comida ceremonial que le enseñaron su mamá y su abuela, como el caldo de pollo Sihuapó y el Vokol Ich (guiso hecho con carne de puerco con jitomate, chile de árbol y maíz), el atole de maíz y el pozol.
Se casó a los 16 años y tuvo dos hijos que saben cocinar y tortear. Juana también hace artesanías, teje y borda, no quiere perder los usos y costumbres de los trajes y las comidas de su región, por eso se siente orgullosa de ser cocinera tradicional de la comunidad de Zinacantán.
Desde Quintana Roo, Addy Pech Poot nos contó que a los siete años su mamá le enseñó a preparar el atole para criar a su hermanito, ya que sus papás tenían que irse a la milpa a sembrar chile chahua, con el que se hace el relleno negro. Tenía que poner el pozol para llevarlo al otro día en la mañana a su papá, que le gustaba tomarlo con sal y chile verde. Sus padres consideraban que era la mejor comida y más saludable porque ellos la cosechaban.
Su curiosidad fue innata, le gustaba observar y preguntar. Su abuela le decía: ¿por qué preguntas tanto hija? Y Addy contestaba: para aprender.
En el 2008 fue invitada a Nueva York para mejorar el diseño de la silla “kush”, un pequeño banquito de tres patitas en donde se apoyan para extender la hoja de plátano. Su viaje fue una travesía en la que perdió el vuelo porque no encontraba su maleta en la conexión en Philadelphia. Una vez que llegó a su destino, la llevaron a su habitación donde la aguardaba su cena; después de 6 horas sin comer ella estaba emocionada de probar alimento. Cuál sería su desilusión al contemplar un vaso de limonada con tres sopitas y unas coles cortaditas. No estaban los tradicionales y esperados panuchos. En su lugar estaba esa comida que, pensó, solo era una degustación.
Al tercer día de su estancia en Nueva York, Addy ya no quería comer porque todos los alimentos del buffet eran simples: el arroz medio cocido, las ensaladas escuetas, el huevo era diferente, no en torta como la que se comía en su pueblo; los panes que se veían suculentos estaban no tenían sabor, cuando quiso echarles miel descubrió que era maple. Su apetito fue disminuyendo a tal grado que en este viaje bajó cuatro kilos. No estaba feliz. En ese momento recordó que nuestra cultura es lo que nos identifica como personas, que no debía olvidar sus raíces y a sus antepasados, los mayas. Addy se siente orgullosa de portar los apellidos Pech Pot.
A partir del 2001 Addy se integró a un proyecto de ecoturismo con 43 cocineras para preparar comida tradicional. Comparte sus conocimientos con sus 6 hijos y considera que la riqueza de nuestra cultura proviene de lo que se cosecha, por lo que hay que seguir sembrando para llevar alimentos a la mesa.
La vida de Martha Gómez Atzín, originaria de Papantla, Veracruz, se podría resumir en una palabra: fortaleza. De niña quedó al cuidado de los abuelos paternos —él español y ella totonaca—. Cuenta que su infancia fue bonita, pero también solitaria. No podía caminar ya que tenía parálisis en las piernas, así que se quedaba en un cuarto alumbrada por una vela mientras sus abuelos tenían que salir. Cuando veía las telas que colgaban del techo se asustaba porque pensaba que eran monstruos que deseaban comérsela, así que comenzó a inventar historias que tenían que ver con su abuela y la cocina.
Trataba de adivinar los pasos que daba su abuela de la recamara a la cocina, la cantidad de torteadas que hacía, las veces que molía en el metate. Poco a poco intervino también el olfato. Martha sabía cuando se quemaban las tortillas, cuando hervía la leche, el frijol. Desde una teja veía como entraba un rayito de sol del amanecer que se llenaba del humo que venía de la cocina de su abuela. En ese lugar nació la historia donde ella era una cocinera que viajaba a través de esa luz a un mundo de puras cocineras, con muchas mujeres torteando, cocinando y en medio de ellas su abuela.
Caminó hasta los 6 años, por eso su abuela tenía mucha precaución para que Atzín no se acercara mucho a la cocina y sufriera un accidente. En una ocasión, observando a su abuela le preguntó por qué sus canas no eran grises con tonalidad plata como las de otras señoras. Su cabello era gris oscuro y cuando se acercaba a ella no olía a perfume sino a humo. La abuela le contestó: “porque yo soy una mujer humeada, soy una mujer que tiene una cocina de humo. Mira mi cocina, ¿a poco la pinté?”. Martha dijo no. “Es porque yo soy una mujer de humo”, contestó la abuela.
Martha se casó muy joven, vivió un matrimonio infeliz, tuvo tres hijos, uno es panadero, otra cocinera y una hace esencias. Ella cuenta que pasó un tiempo muy triste y desigual, donde el hombre todavía le pegaba a la mujer, la maltrataba, la ofendía, le aventaba el plato. Su abuela le decía aguántate.
Hace unos meses, su casa, donde instaló además el Museo de las Máscaras, se quemó. Martha perdió todo, hasta la cocina, igual que en los 90 cuando el agua que entró a su casa y se llevó todo.
Todas estas pruebas la han hecho fuerte y volvió al origen, junto con Minerva otra compañera que es parte de estas mujeres de humo, juntas comenzaron a comer de nuevo flores, camotes, animales del monte.
En 1999 fue invitada a participar en un proyecto del gobierno, un festival de identidad, Cumbre Tajín. Ella junto con una maestra de Jalapa tendría que preparar el nicho de aromas y sabores, haciendo los menús, presupuestos, mobiliario y lo más importante llevar mujeres cocineras. Sin embargo para Martha llevarse a las mujeres de sus comunidades fue un gran esfuerzo, ya que tenía que solicitar el permiso de los abuelos, primos, padres y esposos de las 200 cocineras. El día que inauguraron el nicho, solicitó a las compañeras jóvenes que portaran el traje y ellas dijeron que no, porque no eran indígenas, no hablarían totonaco. Para la sorpresa de estas jovencitas en la muestra las cocineras que tuvieron más éxito fueron quienes vestían el traje, y a ellas las tomaron como meseras. Al siguiente día todas estaban listas con sus vestidos, sus moños y sus trenzas. Fue en ese instante que Martha comprendió que su labor era enseñarles a las mujeres a defenderse y valerse por si mismas.
Demostró que la mujer es el ser principal en una cocina, la que pare, la que alimenta, la que cura, la que cuida, cocinar no es una obligación, es porque nosotras así nacemos como mujeres tenemos ese don. Martha lleva más de 30 años de cocinar y llevar a la boca de las personas el sabor y el olor del Totonacapan. Tiene una casa que forma a jóvenes cocineras tradicionales que pertenece al centro de las artes indígenas en Tajín.
Para Caty García de Acaxochitlán, Hidalgo los paseos con sus padres en el monte desde muy pequeña marcaron su vida, pues ahí pudo observar la selección de hongos comestibles y los que eran descartados por ser venenosos, que más tarde la convirtieron en Nanakatera (recolectora de hongos).
Mientras creció y aprendió se animó a ir con sus hermanos a la recolectar y cuando veía que sobraban, le decía a su mamá: ¿por qué no vendemos esos honguitos que quedan?, así comenzaron a ofrecerlos poco a poco en el mercado. Después muchas señoras siguieron con esta práctica, hasta que se los prohibieron porque dijeron que los hongos eran mortales y tóxicos y se los quitaban. Con el tiempo formaron un grupo de señoras que no estaban dispuestas a dejar morir esta tradición de recolectar y vender y se organizó un festival del hongo silvestre, que ha prosperado, este año celebrarán el séptimo el 19 de noviembre con una muestra gastronómica.
Ahora que ya pueden vender en plazas cercanas a sus comunidades, se alegran porque pueden apoyarse con un dinero extra, ya que muchas recolectoras son de bajos recursos, sólo esperan a que sea temporada de hongos que dura alrededor de tres meses.
Caty recomienda que si van a recolectar hongos silvestres lo hagan con una persona que conozca porque en el monte existe una gran variedad.
Cuando se formó el grupo de nanakateras comenzaron 54 mujeres, ahora son 26 que están incorporando este ingrediente a la cocina tradicional en moles, salsas y diferentes comidas. Ella no se casó por algunos problemas que tuvo con el que sería su esposo, no tiene hijos, pero ese no es pretexto para no compartir los conocimientos y el legado con sus sobrinos para no perder esta tradición.
Bien dicen que solo las ollas saben los hervores de su caldo, y estas cocineras, al igual que muchas mujeres de distintas comunidades en nuestro país han dejado muy en alto nuestra comida que desde el 2010 forma parte del patrimonio inmaterial de la humanidad.