Por Cecilia Kühne
Justo Sierra Méndez vino a este mundo a 26 días de haber comenzado 1848, apenas dos años después de la ocupación de la isla y el puerto del Carmen por fuerzas norteamericanas, hecho que había estorbado el tráfico marítimo y la vida campechana dejando secuelas perniciosas, además de la implacable propagación de la Guerra de Castas, que crispaba los ánimos y alimentaba el pánico con funestos pronósticos de violencia.
El padre de don Justo, Justo Sierra O’ Reilly, no estaba en Campeche el día del nacimiento de aquel hijo que heredaría su nombre: una misión diplomática lo tenía trabajando en Washington como comisionado del gobierno de Yucatán, sin esperanza alguna de regresar a tiempo para el alumbramiento y mirando cómo los días pasaban sin consuelo, trámite o remedio que solucionara el asunto que había ido a tratar. Sierra O’ Reilly, campechano ilustre, escritor activo, famoso fundador de revistas literarias, también era conocido por poseer una de las mejores bibliotecas del estado. De ahí la justa fama de erudición que guiaría los destinos y las inclinaciones de sus hijos.
Era 26 de enero, pues, cuando habría de nacer el más ilustre de todos ellos, Justo Sierra Méndez. Ilustre porque participaría en los grandes y grandiosos –que no es lo mismo- momentos de la evolución política, social y hasta moral y mental, que marcaron el desarrollo de México en la segunda mitad del siglo XIX. Fue testigo de los triunfos de la Reforma de Juárez, de las vacilaciones de los primeros gobiernos liberales que confrontaron las dificultades del poder. Fue también espectador atento de los pocos años de vida del segundo imperio mexicano y, en la plenitud de su vida, un actor fundamental en la aventura de una parte de la época porfirista donde no peleó con las armas sino con la pluma, no defendió al poder sino a la conciliación de ideologías, y no buscó tierra, prebendas o títulos porque sabía que la grandeza de los hombres y los pueblos se mide en su educación.
Pero para contar bien la historia habremos de comenzar diciendo cómo don Justo Sierra Méndez abordó la vida y sus labores: desde el principio, con diligencia y disciplina, sin cejar nunca en sus muchas actividades e intereses. “El trabajo es una plegaria que el cielo no desatiende nunca”, solía decir.
Sierra se recibió de abogado en 1871, fue varias veces diputado al Congreso de la Unión, lanzó un proyecto para dar a la educación primaria el carácter obligatorio y otro para fundar la Universidad Nacional de México, labor que le llevó 30 años convertir en realidad.
Entretanto (todo fuera como eso), escribía, escribía y escribía: cuentos, novelas, narraciones, discursos, doctrinas políticas y educativas, relatos de viaje, ensayos, artículos periodísticos, epístolas, libros históricos y biográficos. De estos últimos se puede mencionar Juárez, su obra y su tiempo, su libro más trascendental, todavía no superado por historiador alguno y multicitado como fuente primaria de investigaciones mil. Compendio magnífico de la ideología y los valores del liberalismo encarnados en Juárez, también fue un relato dramático del vía crucis de la República en su enfrentamiento con los intereses corporativos heredados del Virreinato (iglesia, ejército y oligarquía), una crónica de los años infaustos de la guerra civil, la invasión norteamericana, la intervención francesa y la secuela de guerras fratricidas, episodios sangrientos y mortandades. Todo ello mientras describe la brega sorda, cotidiana, abrumadora, espectacular y voluntariosa de Benito Juárez para mantener vivas la República y la independencia de la nación.
Desde 1892, Justo Sierra expuso su teoría política, pugnando por un Estado que habría de progresar por medio de una sistematización científica de la administración pública del país… algo político que, sin embargo, se asentaba en la ética y en su profunda preocupación por el ánimo y el estado de la nación.
Famosa es la alocución presentada por Justo Sierra en la Cámara de Diputados el 12 de diciembre de 1893 en la que dijo: “…el pueblo mexicano tiene hambre y sed de justicia… todo aquel que tenga el honor de disponer de una pluma, de una tribuna o de una cátedra, tiene la obligación de consultar la salud de la sociedad en que vive;(…) la maravillosa máquina preparada con tantos años de labor y de lágrimas y de sacrificios, si ha podido producir el progreso, no ha podido producir la felicidad… Pertenezco señores, a un grupo que no sabe, que no puede, que no debe eludir responsabilidades.”
Adecuado recordar sus letras y palabras en el aniversario de su nacimiento. Pero, mejor aún, tener presente esta frase suya que no perderá vigencia: “Más allá de la ley, más allá del honor, más allá de la patria, está la verdad que debe prevalecer por encima de todo”.