Cecilia Kühne
¿Quién no ha observado que durante la década que concluyó en 1867 ese árbol tan frondoso de la literatura mexicana no ha podido florecer ni aún conservarse vigoroso, en medio de los huracanes de la guerra?… Era natural: todos los espíritus estaban bajo la influencia de las preocupaciones políticas; apenas había familia o individuo que no participase de la conmoción que había agitado a la nación entera, y en semejantes circunstancias ¿cómo consagrarse a las profundas tareas de la investigación histórica o a los blandos recreos de la poesía que exigen un ánimo tranquilo y una conciencia desahogada y libre? Generalmente hablando se necesita la sombra de la paz para que el hombre pueda entregarse a los grandiosos trabajos del espíritu?
Con estas palabras Ignacio Manuel Altamirano, escritor, cronista y periodista mexicano, presentó su periódico literario El Renacimiento. Cuando salió esta primera entrega, el 2 de enero de 1869, habían pasado casi dos años del fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas, la República había sido restaurada y Benito Juárez, “la personificación de la patria”, -como le decía Altamirano,- se convertía en presidente constitucional para el cuatrienio que iba de 1868 a 1871.
Nacido en Tixtla, Guerrero, el 13 de noviembre de 1834, hijo de Francisco Altamirano y Gertrudis Basilio, ambos indios puros, Ignacio Manuel aprendió a hablar español sólo hasta que su padre fue nombrado alcalde del pueblo, después se reveló como un estudiante aventajado y por ello ganó una de las becas que otorgaba el Instituto Literario de Toluca para niños de escasos recursos que supieran leer y escribir. Fue ahí donde se encontró al que había de ser su más querido e influyente maestro y su amigo incondicional: Ignacio Ramírez, el Nigromante.
Además de aprender que la ciencia es el gran antídoto contra el falso entusiasmo y la superstición, Altamirano se topó de frente con la ideología liberal y el pasamiento republicano. En poco tiempo, Altamirano llegó a ser encargado de la biblioteca del Instituto y devoró libros tanto clásicos como modernos, empapándose del pensamiento enciclopedista y de los tratados juristas liberales. En 1852 publicó su primer periódico, Los Papachos, que era tan divertido e irreverente que le costó la expulsión del Instituto.
Ese mismo año empezó a recorrer el país, fue maestro de primeras letras, dramaturgo y hasta apuntador en una compañía teatral itinerante. Escribió la polémica obra Morelos en Cuautla, hoy perdida, que le dio su primera fama y después cierta vergüenza, según parece, pues cuando hacía el recuento de sus obras fingía demencia y olvido.
No tardó mucho en llegar a la ciudad para estudiar Derecho en el Colegio de San Juan de Letrán y menos tardó en unirse a la Revolución de Ayutla que quiso derrocar a Santa Anna. Su carrera militar había comenzado y así, entre los estudios y la milicia fueron pasando años y éxitos políticos que culminaron en el Sitio de Querétaro. Una vez que llegó la paz, Altamirano se puso a escribir, editar periódicos y revistas y a participar en la vida política de México. Maestro de dos generaciones de pensadores y escritores (Guillermo Prieto, Luis G .Urbina y Justo Sierra, por ejemplo) Altamirano se preocupó más que nada por dar a la literatura mexicana un carácter verdaderamente nacional que llegara a ser un elemento activo en la integración de la cultura.
El propósito de Altamirano, que llegó a ser nombrado “padre de la literatura mexicana”, era sacar las artes y ciencias de círculo de los elegidos, convocar a los amantes de las bellas letras de todas las comuniones políticas a participar con sus escritos y apagar, de aquella manera, cualquier rencor que siguiera dividiendo a “los hijos de la madre común”. Con sus veladas literarias, la publicación de El Renacimiento y obras propias como El Zarco, Clemencia, y Navidad en las Montañas, fundó otra república que había sido restaurada: la República de las Letras.