Por Cecilia Kühne
Un día, Víctor Hugo Rascón Banda, contestando a una pregunta tonta, como todas las que uno formula después de terminada una fiesta de cumpleaños (una pregunta sobre la escritura y sus razones), solamente me dijo:
“Escribimos porque queremos estar en la oscuridad. Queremos estar atrás y que nuestros personajes estén en nuestras obras y nosotros no existir. En la intimidad, el escritor es desagradable. Normalmente si tuviéramos otra personalidad seríamos actores, políticos, cantantes y extrovertidos. El escritor es tímido por naturaleza y su escritura se hace en la soledad. La escritura te obliga a sujetarte a una silla. Renuncias a la vida. La vida está afuera y tú estás atornillado a una silla escribiendo y tienes que estar solo. En la literatura uno es un médium de los sueños de los demás y para eso se necesita hacer solo.”
Víctor Hugo nació Chihuahua, el 6 de agosto de 1948. Él sabía que su futuro sería la escritura primero y la dramaturgia después. Siempre creyó que infancia era destino. Por eso, cuando hablaba de Urúachic, el lugar donde nació, entre altas montañas y profundas minas, siempre la contaba así: “Yo vengo de un pueblo de narradores: los gambusinos. Se la pasan días y noches contando historias de minas, de aventuras, de riquezas imaginarias y familias en desgracia. Son cuenteros por naturaleza y como allá no hay teléfono, ni luz eléctrica, ni televisión, no tienen más arma que la palabra oral, ni siquiera la escrita”.
En cuanto a sus temas, Rascón Banda no podía apartarse de lo que veían sus ojos. Pero tampoco de su formación como abogado. Los detonadores de la acción dramática en sus obras a veces parecían salidos de la nota roja. Otras, de las complicaciones de las leyes. Acusado muchas veces de contestatario o de salvaje y crudo, caminó por lo suave y terso y aprendió a abandonar los extremos para interesarse por los dolores humanos. La criminología y lo policiaco fueron cediendo su paso a la poética. A él le interesaba México de manera genuina. Y por ello, con su teatro, denunciaba la injusticia. Esa era su forma de vida y de pensamiento.
A preguntas bien planteadas, en las conversaciones largas, hablaba bien y mucho de su amor verdadero. Su innegable vocación. Y decía:
“Nunca me he preguntado por qué estoy en el Teatro. Y no lo sé, realmente. Quizá porque el Teatro me provoca emociones y sentimientos encontrados: risa y llanto, angustia y placer, piedad y compasión. Quizá porque como dramaturgo quiera ser Dios y engendrar universos y criaturas, y darles su libre albedrío para que encuentren su destino. Quizá porque el Teatro es tan completo, que no me hacen falta las otras artes, él las contiene a todas y es tan efímero, como el amor que se consume mientras existe, y su efecto es inmediato: se acepta o se rechaza. Quizá porque el Teatro le abre ventanas al hombre, lo transforma en lo más íntimo y le da una lucecita de esperanza. Quizá porque desde la infancia fui contagiado, allá en Chihuahua, por el virus del Teatro gozoso, a través de la escuela rural, y ese mal del Teatro es enfermedad incurable. Quizá porque el Teatro me permite vivir, soportar, sentir y soñar en un mundo diferente, más justo.”
El teatro, efectivamente, se volvió el pretexto y la razón de todas sus palabras.
Recuerdo. Yo, que lo conocí desde niña me di cuenta que las diminutas piedritas de oro que nos regalaba a mi y a mis hermanas cuando regresaba a Urúachic, el lugar donde nació, -en plena Sierra de Chihuahua, poblado de altas montañas y muy profundas minas- tenían mucho sentido. Un día – después de recibir mi piedrita- me enseñó su primera obra de teatro Voces en el Umbral. Había una mina, una nana, una niña, un ambiente fantasmagórico y lleno de poesía que parecía no combinar con su aspecto tarahumara. Y mucho menos con su título de abogado o su maestría en finanzas o su puesto en la Banca, nacionalizada y después ya no.
El tiempo empezó a pasar y su amor por el teatro arrasó todo. Desde la butaquería –a veces en primera fila, otras en gayola- fueron desfilando ante mis ojos las armas blancas que habían deslumbrado a Julio Castillo, bailaron los gambusinos, desfilaron desazones, cayó una mujer del cielo, visitamos Playa Azul y compartí el estrecho escenario del deseo. Parecía que todo seguiría siendo como eso. Toda la vida. Pero luego vino la enfermedad. Lenta, aterradora. Silenciosa para mí porque no hablamos de ella. Lejana, porque él se fue a vivirla sin nosotras.
Sin embargo un día lo escuché hablando de ella en las Jornadas de Teatro en Puebla: “Acabo de salir del Hospital Inglés donde estuve siete meses entre la vida y la muerte padeciendo una enfermedad incurable. Salí hace apenas hace un mes, sin cabello, con 25 kilos menos, casi ciego por las cataratas que me produjo la cortisona, sin capacidad motriz y estoy aquí caminando con una boina griega en la cabeza ¡Oh vanidad! Pero estas jornadas me dan vida, me dan fuerza, me provocan ilusiones. ¿Cómo puedo pagar estas muestras de cariño? Sólo me queda seguir escribiendo, seguir ejerciendo mi oficio que, como decía mi maestro Hugo Argüelles, es mi papel en el casting metafísico me tocó ejercer”.
Víctor Hugo Rascón Banda murió el 31 de julio del año 2008. Había dicho que en su tumba quería una leyenda que dijera: “Aquí yace un dramaturgo”. Sin embargo, lo que más quería era que seguir celebrando su cumpleaños.